Escudo de la República de Colombia


Muerta apareció la mujer.
Nadie sabía muy bien por qué.
Por causas naturales no fue,
porque heridas habían,
en sus brazos y en sus pies.
Su cadáver lo arrastró
quien sabe Dios la mató.
Hasta que un obstáculo
en raíz de un uvito encontró.

En el pueblo corrían las voces de que el negro Loaiza fue.
Su fama le precedía: robos de gallinas,
cerdos, ropa, sal y de cuánto haber.
Todos los malos hábitos,
los tenía él.
Que se servía de sus pillerías,
para llevarse por delante al que fue.

A varios testigos se les preguntó,
y el relato nunca cambió:
una mujer muerta, con heridas en su cuerpo
y arrastrada se encontró.
¿Quién la mató y por qué?
Oíanse voces de que sin duda,
el negro Loaiza fue...

-“¿Sabe usted si la ya difunta tenía enemigos o malquerientes en su haber…?”
- No señor juez, pero en el pueblo todos dicen que el negro Loaiza fue…

El anterior es un pequeño fragmento del expediente 12884 del Archivo Histórico Judicial de Medellín, que narra los testimonios de varios testigos que acusaban al negro Javier Loaiza, genio y figura hasta su sepultura, del asesinato de una mujer. El archivo se ubica en el año 1787 y nos da varias luces sobre cómo se trataban las declaraciones sobre hechos criminales de la época en la ciudad de Medellín.

Loaiza, de fama precedente por todo tipo de actos considerados delictivos (que van desde el robo de gallinas, alhajas, ropa y sal) aparece mayoritariamente en el relato de diversos testigos que son llamados a declarar sobre la muerte, en violentas y extrañas circunstancias, de la mujer.

La recurrencia de su nombre en los diversos testimonios también nos da las claves para entender el estilo de vida del acusado, criminal de quien se decía sostenía sus mujeres y triquiñuelas, a cambio de su actuar, que ni siquiera las amenazas del exilio y 200 latigazos, lograron enderezar.

Loaiza era reincidente reconocido. En su repertorio de crímenes también se encuentran el concubinato y el perjurio. Aunque estas circunstancias también ponen de relieve sus ansias por seguir viviendo a su manera en libertad: un espíritu desenfrenado que contravertía las normas sociales de su época. Un negro haciendo literalmente, lo que le venía en gana. Justificando sus fines a través de los medios que inventaba.

La figura de este hombre también podría considerarse de unas connotaciones más amplias de lo que el expediente sugiere. Su mala fama que cargaba desde “la tierna infancia” también podría entenderse como la interpretación de sus contemporáneos sobre todo aquello que bordeaba los límites de la “decencia”, establecidas bajo la moral cristiana; convirtiendo su imagen en una especie de leyenda sobre la que recaían todos los males del pueblo por su mal proceder.

No había muchas pruebas, sin embargo, tampoco dudas. La mítica imagen de Javier Loaiza cabría en lo que puede considerarse el resabio de los males en cualquiera fuera el lugar que él pisase. Y eso es lo que se muestra en el expediente, donde, bajo la gravedad de juramento, distintas personas coincidían en la declaración de numerosos rumores sobre el hecho por el cual se les preguntaba, en este caso específico, la muerte de la mujer.

El expediente también reúne las voces de su protagonista quien asegura no ser él el artifice del asesinato. Pero como mostrarán hechos posteriores, en posteriores expedientes, la leyenda que constituía su imagen va más allá de los delitos que cometía y se centra más bien en su posibilidad de seguirlos cometiendo por su habilidosa capacidad de escurrirse y escaparse de la justicia y el castigo.

Se erige entonces también su vida, como un relato en contravía sobre lo que se espera de un negro en condición de esclavitud: obediencia y condesendencia. Más bien Loaiza es de esos machos cabríos, indomables y perseguidos, que suponen un reto para el establecimiento de la paz y el “orden”, pues para sus vecinos “... sólo se logrará alguna quietud en los vecindarios cuando preso esté”