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Por: Olga Lucía Muñóz López 

Publicado en UN Periódico Digital, 19 de octubre del 2020


“En una manga del barrio Villa Hermosa, como a las diez de la noche, en un lugar al oscuro, fui herido por un muchacho que llaman Gerardo Atehortúa, con el cual no he tenido enemistad”, alcanzó a declarar Luis Espinosa al inspector el sábado 7 de agosto de 1926, después de ser recogido de un charco de sangre con 16 heridas en la espalda.

Cuando Medellín despertaba al siglo XX, el aumento de delitos de sangre se atribuía al aumento de migrantes que llegaban a la ciudad, al alcohol, al analfabetismo y a la facilidad de portar cuchillos y armas de fuego. Pero los expedientes judiciales y la ciencia revelaron el trasfondo real: la intolerancia.

Periódicos y publicaciones de la época hablaban de una “epidemia de violencia” que en realidad nunca existió y que fue el principal hallazgo de la investigación “Barrios, calles y cantinas: Delitos de sangre y procesos judiciales por homicidio en Medellín (1910-1930)” del estudiante Juan David Alzate, de la Maestría en Historia de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) Sede Medellín.

“Medellín fue muy golpeada por el homicidio en su historia reciente. Los últimos alcaldes se ufanan de reducir el indicador a 20-25 homicidios por 100.000 habitantes, porque en 1990-1991 cuando era considerada la ciudad más violenta del mundo tenía 350, récord al parecer no superado, porque hoy la ciudad más violenta tiene 120-130”, cuenta el historiador.

La tesis nació del deseo de leer esta realidad del presente, recurriendo al pasado: “la culpa no es solo de Pablo Escobar y su estela de muerte, sino de la descomposición social y la intolerancia. Al parecer en los años 50 y 60 Medellín empezó a tener indicadores de 50-70 homicidios por cada 100.000 habitantes”, señala.


Imagen de la crónica
Para esto, el investigador se fue hasta los inicios del siglo XX, cuando Medellín se industrializaba y tejía nuevas lógicas y relaciones sociales: “quería buscar puntos de inflexión y encontré que al igual que en los últimos tiempos, se alertaba: ‘en Medellín nos estamos matando’ aunque siempre fueran casos aislados”.

Para encontrar las concepciones sobre el homicidio y la sociedad medellinense, el estudiante recurrió al Archivo Judicial, donde reposan procesos, declaraciones de acusados, testigos y víctimas, sentencias que ayudan a entender el entramado social.

“El homicidio, la eliminación del Otro, es el delito que más impacta a la sociedad, al punto de que la disminución de homicidios en su jurisdicción constituye un indicador de la gestión de alcaldes y gobernantes”, explica el investigador Alzate.

Medellín pasó de 37.237 habitantes en 1883 a 120.044 en 1928, aumento de 256 %, y ello catapultó la desconfianza hacia los recién llegados.

Control social con miedos inflados por la prensa

Para el doctor en Historia Óscar Calvo, director de la tesis, “esta investigación tiene el mérito de constatar más allá de lo que dicen las fuentes de prensa a principios del siglo XX sobre la criminalidad; corrobora con las fuentes si así eran las cosas, si así vivían los antioqueños y medellinenses, y encontró que no existía tal epidemia de violencia, tal generalización del homicidio que aparecía en la prensa”.

Además resalta un importante dato verificado por el investigador en su tesis: entre 1918 y 1919 las fuentes de prensa pintaban a Medellín como un “campo de guerra”, pero las estadísticas las desmienten y evidencian que en realidad no era así.

Dichos mensajes lo llevaron a verificar la información, y al revisar las estadísticas de homicidios por cada 100.000 habitantes, evidenció que estas no era tan graves frente a lo que reportaba la prensa, específicamente frente a la realidad de los anuarios estadísticos; incluso hubo años en los que la proporción de homicidios bajaba (tabla 1).

El historiador aclara que ese no es un fenómeno exclusivo de la capital de Antioquia: “en su libro Una historia de la violencia: Del final de la Edad Media a la actualidad, Robert Muchembled cuenta que en 1939 los diarios reflejaban una ‘París en la que nos estamos matando todos, nido de ratas’, pero mentiras, los indicadores de violencia callejera y homicidios eran bajísimos”.

Bajo este contexto, el investigador concluye que ese es un perfil manejado en muchas ciudades; un fenómeno internacional utilizado como estrategia de control social de grupos emergentes, “como si fuera un proyecto de élite más amplio, más nacional, más internacional, más global quizás, de controlar a través de ese tipo de discursos sectores sociales vistos potencialmente como ‘peligrosos’. Ahí aparece la prensa amarilla y se fortalece la novela negra. Muchembled me hizo pensar que en Medellín pasó algo similar y sigue pasando hoy”.

Historias repetidas

Tres días después del crimen de Espinosa capturaron a Atehortúa en Porcesito, quien negó haberlo matado, pero en la Inspección de Medellín confiesa y lo encarcelan. Días después, en la indagatoria, afirma no saber de la muerte de Espinosa ni de sus autores, pero cuenta: “el 7 de agosto yo sí tuve una pelea con el hermano menor de Luis, José Abel, quien me hirió la cabeza con un machete”.

A raíz del hecho, Gerardo y José Abel fueron conminados a “guardar la paz”, proceso legal cuando había enemistad para evitar conflictos futuros, y una multa o la cárcel.

Antonio Montoya me vio cuando yo decía “no me tirés en el suelo Gerardo, porque me ves borracho”, y que él me respondió: “es que con esa conminación que tenemos te prometí matarte o que te mataba”.

El 8 de octubre de 1926 el Juzgado 1° Superior de Medellín declaró el crimen como venganza por un hecho viejo; y por existir premeditación presumida por la Ley –condición de indefenso en que se encontró el ofendido y heridas por la espalda que indican alevosía del agresor– imponen “someter al Jurado la cuestión de asesinato”.

Los testigos del abogado de Gerardo dijeron que yo lo agredí y lo provoqué días antes de que me matara. Juan Sánchez dijo que cuando despidieron trabajadores, entre ellos Gerardo, yo dije: “siquiera echaron a ese negro hijo de puta de Gerardo Atehortúa, para no tenerlo que matar aquí”.

El 4 de junio de 1928, en audiencia con jurados, testigos del abogado defienden a Gerardo y afirman que tuvo que haber sido atacado primero. El defensor solicita a los jueces tener en cuenta que su defendido obró en “defensa legítima de su propia vida”.

Los jurados niegan la responsabilidad de Gerardo en el crimen, decisión curiosa teniendo en cuenta las heridas que recibió la víctima y que solo escucharon los testigos citados por el defensor. El Juzgado declara la excarcelación de Atehortúa. El 13 de julio de 1928 Gerardo muere a causa de un ataque cerebral, y por muerte del procesado se cierra el caso.